Cuenta una leyenda que una princesa árabe llamada Zahra, creció viendo desde los ventanales de sus aposentos las perpetuas nieves del Atlas. Imaginaba mil historias de aventuras imposibles vividas entre las agrestes cimas de esa cordillera. Soñaba con ser nieve y así precipitarse sobre aquellas enigmáticas montañas, para quedar allí bajo la luz del sol a perpetuidad.
Pero hay veces que los sueños se rompen, produciendo un aterrizaje forzoso con la realidad. Su padre, el califa, la había entregado como esposa a un príncipe andalusí. Viajaría lejos de su tierra dejando atrás a sus hermanas, su casa, su madre y abandonaría su más valiosa posesión: los picos nevados del Atlas.
El príncipe andalusí la agasajó con suntuosas joyas, delicadas sedas y exóticos objetos, incluso la medina donde ahora viviría llevaría su nombre y así sería conocida por todo musulmán o infiel. Aún así ella no paraba de llorar. En esta tristeza vivió sumergida durante varios meses. Hasta que un día el principe le preguntó porqué aún derramaba sus lágrimas, ya que tenía cuanto pudiera desear cualquier mortal. Entre sollozos, Zahra le contestó que no, ya que no deseaba todas aquellas joyas, ni sedas, ni esclavos, sólo quería para poder seguir viviendo comtemplar en la lejanía la nieve en las montañas.
El príncipe no alcanzaba a creer la simpleza del deseo de su mujer, ya que no quería nada material, sólo ver la nieve, una petición que como príncipe y futuro califa solventaría con sólo una orden. Tras cavilar varias horas mandó a plantar naranjos hasta donde el ojo humano permitiera verlos.
Al llegar la primavera las flores de los naranjos cubrieron de blanco cuanto se alcanzaba a ver alrededor del palacio, de esta manera Zahra podía volver a ver teñido de blanco todo aquello que la rodeaba como en los días de su niñez.
ronronea: atis
Pero hay veces que los sueños se rompen, produciendo un aterrizaje forzoso con la realidad. Su padre, el califa, la había entregado como esposa a un príncipe andalusí. Viajaría lejos de su tierra dejando atrás a sus hermanas, su casa, su madre y abandonaría su más valiosa posesión: los picos nevados del Atlas.
El príncipe andalusí la agasajó con suntuosas joyas, delicadas sedas y exóticos objetos, incluso la medina donde ahora viviría llevaría su nombre y así sería conocida por todo musulmán o infiel. Aún así ella no paraba de llorar. En esta tristeza vivió sumergida durante varios meses. Hasta que un día el principe le preguntó porqué aún derramaba sus lágrimas, ya que tenía cuanto pudiera desear cualquier mortal. Entre sollozos, Zahra le contestó que no, ya que no deseaba todas aquellas joyas, ni sedas, ni esclavos, sólo quería para poder seguir viviendo comtemplar en la lejanía la nieve en las montañas.
El príncipe no alcanzaba a creer la simpleza del deseo de su mujer, ya que no quería nada material, sólo ver la nieve, una petición que como príncipe y futuro califa solventaría con sólo una orden. Tras cavilar varias horas mandó a plantar naranjos hasta donde el ojo humano permitiera verlos.
Al llegar la primavera las flores de los naranjos cubrieron de blanco cuanto se alcanzaba a ver alrededor del palacio, de esta manera Zahra podía volver a ver teñido de blanco todo aquello que la rodeaba como en los días de su niñez.
ronronea: atis
2 maullidos:
Pienso. Lo que se llega a hacer por amor. Soy como el califa ese, capaz de convertir en nieve lo que sea, si mi amada lo desea. Ay (suspiro).
hola Dintel;
El amor no entiende ni de reyes ni de plebeyos.
Besos,
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